
Salí del estadio con el frío clavado en los huesos, pero contento, y me dio por cantar.
No era para menos, el Hércules había ganado. Y cantando, ya se sabe, uno se viene arriba. Así que, en vez de pensar en los descuidados aledaños del Rico Pérez, con su encanto oxidado y esas aceras capaces de torcer un tobillo sin pedir permiso, vaya usted a saber por qué, me imaginé paseando por la Gran Vía madrileña, con esas luces navideñas que cuelgan como constelaciones y esos teatros que rebosan musicales de todos los colores.
Quizá fue el subidón, quizá la victoria, quizá el frío… pero yo creo que la culpa la tuvo Jeremy De León, que se marcó un partidazo y me dejó el cuerpo como si acabara de salir del estreno del Rey León en primera fila del Lope de Vega.
Así que, sin saber ni cómo ni por qué, voy a contar el partido en clave de musicales.
Lo del sábado no fue solo fútbol: fue un cambio de función. Donde antes algunos jugadores parecían simple atrezzo, ahora aparecen tipos que piden foco, texto, papel principal. El Rico Pérez, por momentos, parecía un teatro con luces propias.
El encuentro arrancó con algunas dudas, porque el Betis tuvo varias para adelantarse en el marcador y cada vez que llegaban a mí se me escapaba el “Mamma Mía” porque las tuvo claras y daba la sensación de que el Hércules empezaba desafinando. Pero esta vez Los Chicos del Coro afinaron atrás: serios, ordenados, sin una sola nota fuera de tono, como si hubieran ensayado una partitura que antes sonaba a improvisación.
En ataque, los delanteros del Betis, al estilo High School Musical parecía que aportaban buena coreografía , ritmo, velocidad pero no terminaban de rematar en el área. Mucho flow, poco gol.
Mientras tanto, el Hércules estrenaba entrenador, con un Beto versión Aladdín, flotando sobre una alfombra nueva, elegante, ligero, con su equipo sacando pases desde atrás, con orden y concierto, pases que parecían salidos directamente de una lámpara mágica y , cada vez que tocaban el balón, el Rico Pérez parecía pedir un deseo al genio.
Y entre tanta energía renovada, Aranda apareció a ritmo de Billy Elliot después de dos cafés: intenso, eléctrico, valiente, siempre un paso por delante. Se movía con esa mezcla de hiperactividad y descaro que levanta a la grada, como si cada balón fuese una coreografía que solo él conoce.
Y ahí en ese juego de movimiento, ritmo y chispa, apareció otro de los destacados, Jeremy, que pasó de Simba a Rey León en solo un partido de Beto.
Ni transición, ni adaptación, ni papeles menores. En cuanto pisó escenario, rugió. Encaró, agitó, pidió el balón, cambió el ritmo del equipo y se adueñó de la obra como si llevara meses ensayando este papel oculto. De telón a foco. De silencio a rugido.
Y ya para terminar esta parodia de musical, que se me ocurrió de camino a casa, concluyo con lo que dijo Beto al final del encuentro: el próximo partido el Hércules va a ir a Tarragona a ganar. Y eso ya es decir mucho y cambia, sobre todo, el discurso que veníamos escuchando durante meses.
Pero ahora falta por ver si este nuevo Hércules se parecerá más al del clásico Cantando bajo la lluvia, es decir si seguirá sufriendo el mismo chaparrón aunque con distinto paraguas, o si, por fin, se transformará en su propio La La Land: alegre, luminoso y esperanzador, ese musical en el que la ciudad de las estrellas y la ciudad de los sueños pueden convertirse, quién sabe, en el Hércules de las estrellas o el Hércules de los sueños. Porque de sueños también se vive… y más en este club.
Mientras tanto, que viva el fútbol…y la música.




