Hay clásicos que empiezan mucho antes del pitido inicial, sobre todo si llegan precedidos de declaraciones como las de Lamine Yamal en relación al Real Madrid: “roban, se quejan…”. Por mucho que algunos quieran suavizarlas, son esas frases las que luego acaban provocando espectáculos que poco tienen que ver con el deporte.
Deberían enseñar a esas grandes estrellas que, igual que una simple cerilla puede provocar un gran incendio, una palabra o un gesto puede desatar esas tanganas que eclipsan lo bueno del fútbol y no son ejemplo para nadie.
Así llegó el Clásico: pasado de revoluciones, con las brasas aún encendidas y un estadio en combustión, como mandan los Clásicos de verdad.
El primer tiempo fue un espectáculo puro, quizá de lo mejor que hemos visto en los últimos tiempos. Aquí se jugó de verdad: con espacios, con vértigo, con riesgo. Nada de esos partidos asfixiados por tácticas defensivas de cinco hombres en línea y otros cuatro por delante, construyendo esas murallas que no solo frenan al rival, sino también al espectáculo, a la emoción y al propio fútbol.
Ayer, Madrid y Barça salieron a jugar, a ganar, a equivocarse si era necesario, pero sin esconderse. Un intercambio de golpes sin red para recordarnos que el fútbol, cuando se libera, es puro arte en movimiento.
Bellingham reapareció con la calma de los grandes. Volvió a jugar con precisión, instinto y esa elegancia que convierte lo difícil en natural.
Mbappé, por su parte, demostró por qué es uno de los mejores: su frialdad letal en la definición, su velocidad instintiva y esa capacidad para pensar antes que todos los demás.

Y Vinícius, ese genio eléctrico, capaz de iluminar un partido y apagarlo con la misma rapidez cuando pierde el autocontrol. Porque sí, Vinícius es brillante hasta que se le cruzan los cables. Su rabieta al ser sustituido recordó que el talento también necesita madurez, que el fútbol no solo se juega con los pies, sino con la cabeza.
Enfrente, Lamine Yamal, ese adolescente sin miedo a nada ni a nadie, volvió a encender todas las alarmas. Provocador, descarado, incluso insolente…
El futuro está ahí, latiendo en sus botas, pero alguien debería advertirle que el talento necesita madurez, o acaba devorado por su propio fuego.
El VAR, fiel a su papel, no quiso quedarse fuera del Clásico.
Polémicas, interrupciones, ojos calibrando líneas, milímetros que deciden alegrías o disgustos. Y uno no puede evitar preguntarse: ¿de verdad queremos que un gol quede anulado por medio centímetro o, como ayer, por escasos milímetros de un pie imperceptiblemente adelantado?
Ya podrían dar un pequeño margen de centímetros, una franquicia a la magia, para no penalizar estas jugadas tan ajustadas. Porque es ahí donde el fútbol se traiciona a sí mismo.
El VAR debería tener un principio básico: si la jugada es tan dudosa que necesita diez repeticiones, entonces hay que dejarla vivir.
Un deporte que nació para emocionar no puede reducir su esencia a una regla de escuadra y cartabón. Mientras tanto, seguimos viendo contradicciones: un árbitro puede pitar un penalti o anular un gol por la intensidad que él estima en un empujón previo y, por otro lado, una máquina puede invalidar un precioso gol por un milímetro.
Un poco más de flexibilidad en favor del espectáculo, por favor.
El 2-1 final no solo coloca al Madrid en lo alto: devuelve a los aficionados la certeza de que este deporte aún puede emocionarnos. Porque el fútbol, cuando se libera de sus cadenas, no es solo un deporte: es una corriente eléctrica que atraviesa ciudades, rivalidades y generaciones.
Y ayer, más que nunca, recordó al mundo que la magia del fútbol no se mide en centímetros, sino en emociones.




